En tiempos de la reina Covid19

Angélica de Icaza

El silencio tiene sus virtudes y sus inconvenientes: detiene el flujo natural del ruido; inquieta a los que creemos que la tranquilidad no es movimiento; atemoriza a quienes no desean escuchar sus voces más profundas; agobia a los que tienen prisa por vivir lo que sigue; increpa a los desmemoriados; paraliza a los danzantes de calles atestadas y oscuros callejones; amenaza a quienes tienen maltrecha la conciencia; aburre a los hiperactivos; amonesta a los agoreros del desastre.

El silencio en las calles nos habla de soledad, de pérdida del otro yo mismo sin reflejo. Las plazas se antojan como espacios abiertos que no podemos recorrer. Las avenidas, lejanas y apetecibles -transitables al fin-, parecen más bien una broma de mal gusto. Como una isla nos contiene la casa… nos rodea el agua de la incertidumbre. A falta de palabras escuchamos música porque es el único lenguaje que nos da contento. Mudos y solos vemos pasar los días, días que antes no alcanzaban para hacer aquello que aparecía en la lista de pendientes, y los pendientes seguirán en su gaveta… la voluntad no ayuda y la zozobra nos invita a pensar únicamente en el final de la zozobra, cuando el ruido aparezca de nuevo y podamos olvidarnos de nosotros y de los otros. Un agente infeccioso, con corona de reina para mostrar su potestad, apareció para decirnos: ¿No que eran muy chingones?

La soledad tiene también sus virtudes y sus inconvenientes: está aquí, como la piel y las huellas digitales. No podemos aislarla con jabón o con gel, nos persigue como una sombra. La soledad -que tiene mala fama-, se defiende: “Sólo conmigo, en el silencio, puedes hacer de la palabra un instrumento. Escucha pues la orquesta, porque en momentos de silencio y soledad la música es lo único que puede acompañarte”.

Marzo de 2020